terça-feira, 13 de julho de 2010

El Mundial 2010, por Eduardo Galeano

Em exclusivo, a crónica completa do Mundial de 2010 que acaba de encerrar, por Eduardo Galeano , autor de FUTEBOL: SOL E SOMBRA. A ilustração é do autor.



Una campaña internacional convertía a Irán en el más grave peligro para la humanidad, porque dicen que dicen que Irán tendría o podría tener armas nucleares, como si hubieran sido iraníes los que arrojaron las bombas atómicas sobre la población civil de Hiroshima y Nagasaki;
Israel ametrallaba, en aguas internacionales, los barcos que llevaban a Palestina alimentos, medicinas y juguetes, en uno de los habituales actos criminales que castigan a los palestinos como si ellos, que son semitas, fueran culpables del antisemitismo y sus horrores;
el Fondo Monetario, el Banco Mundial y numerosos gobiernos humillaban a Grecia, obligándola a que aceptara lo inaceptable, como si hubieran sido los griegos, y no los banqueros de Wall Street, los responsables de la peor crisis internacional desde 1929;
el Pentágono anunciaba que sus expertos habían descubierto, en Afganistán, un yacimiento de un millón de millones de dólares en oro, cobalto, cobre, hierro y sobre todo litio, el codiciado mineral imprescindible para los teléfonos celulares y las computadoras portátiles, y el país invasor lo anunciaba alegremente, como si al cabo de casi nueve años de guerra y miles de muertos hubiera encontrado lo que de veras buscaba en el país invadido;
en Colombia aparecía una fosa común con más de dos mil muertos sin nombre, que el ejército había arrojado allí como si fueran guerrilleros abatidos en combate, aunque los vecinos del lugar sabían que eran militantes sindicales, activistas comunitarios y campesinos que defendían sus tierras;
una de las peores catástrofes ecológicas de todos los tiempos convertía el golfo de México en un inmenso charco de petróleo, y un mes y medio después el fondo de la mar seguía siendo un volcán de petróleo, mientras la empresa British Petroleum silbaba y miraba para otro lado, como si no tuviera nada que ver;
en varios países, una catarata de denuncias acusaba a la Iglesia Católica de abusos sexuales y violaciones de niños, y por todas partes se multiplicaban los testimonios que el miedo había reprimido durante años y que por fin salían a luz, mientras algunas fuentes eclesiásticas se defendían diciendo que esas atrocidades ocurrían también fuera de la Iglesia, como si eso la disculpara, y que en muchos casos los sacerdotes habían sido provocados, como si los culpables fueran las víctimas;
fuentes bien informadas de Miami seguían negándose a creer que Fidel Castro siguiera vivito y coleando, como si no les estuviera dando nuevos disgustos cada día;
se nos iban dos escritores sin suplentes, José Saramago y Carlos Monsiváis, y los extrañábamos como si no supiéramos que seguirán resucitando entre los muertos, por imposible que parezca, por el puro placer de atormentar a los dueños del mundo;
y en el puerto de Hamburgo, una multitud celebraba el regreso a la primera división alemana del club de fútbol Sankt Pauli, que cuenta con veinte millones de simpatizantes, por imposible que parezca, congregados en torno a las banderas del club: no al racismo, no al sexismo, no a la homofobia, no al nazismo, mientras lejos de allí, en Sudáfrica, se inauguraba el decimonoveno campeonato mundial de fútbol, al amparo de una de esas banderas: No al racismo.

Durante un mes, el mundo dejó de girar y muchos de sus habitantes dejamos de respirar.
Nada de raro, porque esto ocurre cada cuatro años, pero lo raro fue que éste fue el primer Mundial en tierra africana. El África negra, despreciada, condenada al silencio y al olvido, pudo ocupar por un ratito el centro de la atención universal, al menos mientras duró el campeonato.
Treinta y dos países disputaron la Copa en diez estadios que costaron un dineral. Y no se sabe cómo hará Sudáfrica para mantener en actividad esos gigantes de cemento, multimillonario derroche fácil de explicar pero difícil de justificar en uno de los países más injustos del mundo.

El estadio más hermoso, en forma de flor, abre sus inmensos pétalos sobre la bahía llamada Nelson Mandela. Mandela fue el héroe de este Mundial. Un homenaje más que merecido al fundador de la democracia en su país. Su sacrificio ha rendido frutos que están a la vista, de alguna manera, en el planeta entero. Sin embargo, en Sudáfrica todavía los negros siguen siendo los más pobres y los más castigados por la policía y por las pestes, y fueron negros los mendigos, las prostitutas y los niños de la calle que en vísperas del Mundial fueron ocultados para no dar mala impresión a las visitas.

A lo largo del torneo, se pudo ver que el fútbol africano conservó su agilidad pero perdió desparpajo y fantasía, corrió mucho pero poco bailó. Hay quienes creen que los directores técnicos de las selecciones, casi todos europeos, contribuyeron a este enfriamiento. Si así fuera, flaco favor han hecho a un fútbol que tanta alegría prometía.

África sacrificó sus virtudes en nombre de la eficacia, y la eficacia brilló por su ausencia. Un solo país africano, Ghana, llegó a estar entre los ocho mejores; y poco después, también Ghana volvió a casa. Ninguna selección africana sobrevivió, ni siquiera la del país anfitrión.
Muchos de los jugadores africanos dignos de su herencia de buen fútbol, viven y juegan en el continente que había esclavizado a sus abuelos. En uno de los partidos del Mundial, se enfrentaron los hermanos Boateng, hijos de padre ghanés: uno llevaba la camiseta de Ghana, y el otro la camiseta de Alemania. De los jugadores de la selección de Ghana, ninguno jugaba en el campeonato local de Ghana. De los jugadores de la selección de Alemania, todos jugaban en el campeonato local de Alemania. Como América Latina, África exporta mano de obra y pie de obra.

Jabulani se llamó la pelota del torneo, enjabonada, medio loca, que huía de las manos y desobedecía a los pies. Este novedad de Adidas fue impuesta en el Mundial, aunque a los jugadores no les gustaba ni un poquito. Desde su castillo de Zurich, los amos del fútbol imponen, no proponen. Tienen costumbre.

Los errores y los horrores cometidos por algunos árbitros pusieron en evidencia, una vez más, lo que el sentido común exige desde hace muchos años. A gritos clama el sentido común, siempre en vano, que el árbitro pueda consultar los primeros planos registrados por las cámaras, ante las jugadas decisivas que resulten dudosas. La tecnología permite, ahora, que ese cotejo se haga con la rapidez y la naturalidad con que se consulta otro instrumento tecnológico, llamado reloj, para medir el tiempo de cada partido. Todos los demás deportes, el basquetbol, el tenis, el béisbol, la natación y hasta la esgrima y las carreras de autos, utilizan normalmente las ayudas electrónicas. El fútbol, no. Y la explicación de sus amos resultaría cómica, si no fuera simplemente sospechosa: El error forma parte del juego, dicen, y nos dejan boquiabiertos descubriendo que errare humanum est.

La mejor atajada del torneo no fue obra de un golero, sino de un goleador: el atacante uruguayo Luis Suárez detuvo la resbalosa pelota con las dos manos, en la línea de gol, en el último minuto de un partido decisivo. Ese gol hubiera dejado a su país fuera de la Copa: gracias a su acto de patriótica locura, Suárez fue expulsado pero Uruguay no.

Uruguay, que había entrado al Mundial en el último lugar, al cabo de una penosa clasificación, jugó todo el campeonato sin rendirse nunca, y fue el único país latinoamericano que llegó a las semifinales. Algunos cardiólogos nos advirtieron, desde la prensa, que el exceso de felicidad puede ser peligroso para la salud. Numerosos uruguayos, que parecíamos condenados a morir de aburrimiento, celebramos ese riesgo, y las calles del país fueron una fiesta. Al fin y al cabo, el derecho a festejar los méritos propios es siempre preferible al placer que algunos sienten por la desgracia ajena.
Uruguay terminó ocupando el cuarto puesto, que no está tan mal para el único país que pudo evitar que este Mundial fuera nada más que una Eurocopa.
Diego Forlán, nuestro goleador, fue elegido el mejor jugador del torneo.

Ganó España. Este país, que nunca había conquistado el trofeo mundial, lo ganó en buena ley, por obra y gracia de su fútbol solidario, uno para todos, todos para uno, y por la asombrosa habilidad de ese pequeño mago llamado Andrés Iniesta.
Holanda fue vice, al cabo de un último partido donde traicionó, a las patadas, sus mejores tradiciones.

El campeón y el vicecampeón del Mundial anterior volvieron a casa sin abrir las maletas. En el año 2006, Italia y Francia se habían encontrado en el partido final. Ahora se encontraron en la puerta de salida del aeropuerto. En Italia, se multiplicaron las voces críticas de un fútbol jugado para impedir que el rival juegue. En Francia, el desastre provocó una crisis política y encendió las furias racistas, porque habían sido negros casi todos los jugadores que cantaron la Marsellesa en los estadios sudafricanos.

Otros favoritos, como Inglaterra, tampoco duraron mucho.

Brasil y Argentina sufrieron crueles baños de humildad. Brasil fue irreconocible, salvo en los momentos de libertad que rompieron la jaula del esquema defensivo. ¿De qué estaba enfermo ese fútbol para necesitar tan dudoso remedio?

Argentina fue goleada en su último partido. Medio siglo antes, otra selección argentina había recibido una lluvia de monedas cuando regresó de un Mundial desastroso, pero esta vez fue bienvenida por una multitud abrazadora. Todavía hay gente que cree en cosas más importantes que el éxito o el fracaso.

Este Mundial confirmó que los jugadores se lesionan con reveladora frecuencia, triturados como están por el extenuante ritmo de trabajo que impone, impunemente, el fútbol profesional. Se dirá que algunos se han hecho ricos, y hasta riquísimos, pero eso sólo es verdad para los más cotizados, que además de jugar dos o más partidos por semana, y además de entrenarse noche y día, sacrifican a la sociedad de consumo sus escasos minutos libres vendiendo calzoncillos, autos, perfumes y afeitadoras y posando para las tapas de las revistas de lujo. Y al fin y al cabo, eso sólo prueba que este mundo es tan absurdo que hasta contiene esclavos millonarios.

Faltaron a la cita las dos superestrellas más anunciadas y esperadas. Lionel Messi quiso estar, hizo lo que pudo, y algo se vio. Dicen que Cristiano Ronaldo estuvo, pero nadie lo vio: quizás estaba demasiado ocupado en verse.

Pero una nueva estrella, inesperada, surgió de las profundidades de los mares y se elevó a lo más alto del firmamento futbolero. Es un pulpo que vive en un acuario de Alemania. Se llama Paul, aunque merecería llamarse Pulpodamus. Antes de cada partido, formulaba sus profecías. Le daban a elegir entre los mejillones que llevaban las banderas de los dos rivales. Él comía los mejillones del vencedor, y no se equivocaba. El oráculo octópodo, que influyó decisivamente sobre las apuestas, fue escuchado en el mundo futbolero con religiosa reverencia y fue amado y odiado y hasta calumniado por algunos resentidos, como yo: cuando anunció que Uruguay perdería contra Alemania, denuncié:
– Este pulpo es un corrupto.

Cuando el Mundial comenzó, en la puerta de mi casa colgué un cartel que decía: Cerrado por fútbol. Cuando lo descolgué, un mes después, yo ya había jugado sesenta y cuatro partidos, cerveza en mano, sin moverme de mi sillón preferido.
Esa proeza me dejó frito, los músculos dolidos, la garganta rota; pero ya estoy sintiendo nostalgia. Ya empiezo a extrañar la insoportable letanía de las vuvuzelas, la emoción de los goles no aptos para cardíacos, la belleza de las mejores jugadas repetidas en cámara lenta. Y también la fiesta y el luto, porque a veces el fútbol es una alegría que duele, y la música que celebra alguna victoria de ésas que hacen bailar a los muertos, suena muy cerca del clamoroso silencio del estadio vacío, donde algún vencido, solo, incapaz de moverse, espera sentado en medio de las inmensas gradas sin nadie.

© 2010 Eduardo Galeano

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